Una semilla. Tierra mojada por gotas de agua que,
empapando de vida con una simple caricia, se cuelan por los hoyuelos de este
pétreo suelo. Un segundo, dos minutos, tres horas, cuatro días. Absorbiendo
cada molécula, dilapidando el etéreo tiempo para atraer más rayos de luz, más
calor, menos niñez, más tenacidad.
De forma curvada, feto de una vida, se erguía
para dar paso a una esbelta figura de largos brazos con lindas manos. Primero salió
un dedo, después siguió todo el cuerpo guiado por una fuerza sobrenatural,
ansioso, para nutrirse del aire y crecer. Crecer, crecer, crecer. Cuando se dio
cuenta ya era un árbol. Un señor árbol. Podía drogarse con la vida que emanaba
de sus efluvios.
Las hojas le hacían
cosquillas y le susurraban historias al viento. A ese viento que llevaba las
estaciones, a ese viento que vida les dio y que un día las secó. Como el
zumbido de una colmena que no quiere ser vista para permanecer en disimulada actividad,
runrunearon sus hojas al caer. Y el árbol, el señor árbol, se cubrió de un manto
de fragilidad y lloró. Derramó amargas lágrimas de sabia savia. Entonces, una
cálida brisa hizo elevar una hojita de las que habían caído. La levanto hasta
que el árbol pudo oírle confesar: “cada segundo, cada amanecer, cada
crepúsculo, cada noche que he vivido contigo he sido feliz y esto nutrirá cada
uno de mis recuerdos por muy secos que ahora estén”. Y de la misma manera con la que la había
despegado del suelo, la cálida brisa se enfrió y la devolvió con sus
compañeras.
Foto (Anna): Bassegoda
Anna
El oscuro y mineral ritual de la vida.
ReplyDeleteDelicioso, Ann.
preciosa foto
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